La prostitución existe desde tiempos remotos. Institucionalizada desde la religión y la Iglesia, intensificada desde la Revolución Industrial, en la actualidad se ha convertido en una práctica habitual desde los dictámenes del discurso de la masculinidad hegemónica.
Practicada principalmente por mujeres pobres de todo el mundo, se ha convertido en un elemento de ocio que la sociedad de consumo, masculinizada y racializada ofrece. Ningún varón queda excluido de beneficiarse de este consumo de mujeres, puesto que las tarifas son tan flexibles como accesibles a todos los bolsillos.
Cada vez son más y más jóvenes los hombres que acuden en manada a disfrutar de una sesión de prostitución sin pararse a reflexionar sobre lo que esconden los prostíbulos: la feminización de la pobreza, la cosificación del cuerpo femenino, la desubjetivación de la mujer, las enfermedades de contagio sexual, la banalidad del sexo, la desvalorización del afecto, la falta de trabajo… Y, como guinda del pastel, la trata de mujeres y niñas de los países más desfavorecidos.
No es suficiente con no legalizarla. Hay que conseguir su abolición.