«La guerra había segado a una generación entera. Estábamos desmoronados. Mis tíos habían sido
médicos, pero ya no les quedaba nada. Su clientela había desaparecido. Su casa había sido saqueada.
Sus ahorros se habían esfumado. Al día siguiente de mi llegada a París, como no tenían dinero ni ropa
que ofrecerme, una vecina vino en mi rescate con un vestido y algo de ropa interior. En aquella casa
reinaba un ambiente desolador. No quedaba ni un solo mueble. Los espejos habían desaparecido, a
excepción de los que estaban sellados a las paredes, que los saqueadores no habían podido llevarse. Por
las mañanas me lavaba frente a un espejo roto por una bala. Mi imagen aparecía agrietada, fragmentada.
Lo consideré simbólico. No teníamos nada a lo que aferrarnos. Mi hermana Milou estaba gravemente
enferma, mi tío y mi tía habían perdido las ganas de vivir. Fingíamos querer seguir adelante».
SIMONE VEIL
La primera vez que me encontré con Simone Veil fue para proponerle hacer un documental sobre su
vida. Ella me mira, yo guardo silencio.
«¿Qué es lo que le interesa de mí?». «Su moño, madame», le respondo.
Noto que se estremece. Entonces me cuenta que en su vagón algunas mujeres no fueron rapadas
del todo y que eso les salvó la vida. Sin saberlo, yo había tocado un aspecto central de su deportación.
Ese primer relato trajo consigo todos los demás. En aquel encuentro, que duró casi tres horas, se
creó una forma de intimidad. Nació una amistad, que duró hasta su muerte. Nos llamábamos a menudo:
«¿Cuándo podríamos comer juntos?». Nos queríamos mucho, de una manera púdica y ligera. Yo la escuchaba,
la grababa.
Le prometí a Simone Veil que algún día retomaría esas conversaciones.
Cumplí mi palabra por primera vez en la ceremonia que tuvo lugar en el Panteón. Fui a Auschwitz
para grabar el sonido del campo de concentración durante toda una noche, su silencio y el amanecer
en Birkenau. Es un sonido tranquilo, alimentado por los sonidos de los animales que habitan hoy allí,
en total contraste con los bramidos en la noche, los estertores de la gente que moría.
Ese momento fue el minuto de silencio después del discurso presidencial. Al final de la ceremonia,
el tesoro que era su voz pudo oírse por todo el barrio, hasta los Jardines del Luxemburgo, durante
nueve horas, desde la última hora de la mañana hasta la medianoche.
Este libro que permite leer la voz de Simone Veil es la segunda parte de mi promesa.
DAVID TEBOUL