Guy Montag es bombero en un futuro en el que no hay que apagar incendios domésticos porque las casas, tratadas con una capa ignífuga, ya no arden. Pero la nueva función de los bomberos no es menos importante: descubrir y quemar los libros que algunos todavía atesoran, prohibidos porque se considera que solo sirven para divulgar ideas falsas, difundir invenciones y mentiras y para confundir a la gente, que en cambio puede disfrutar del ocio oficial, un entretenimiento banal que ahorra el esfuerzo de pensar y llega a sus salas a través de cuatro paredes que son otras tantas pantallas de televisión. Una noche, al volver a casa del trabajo, Montag conoce en la calle a la hija adolescente de unos vecinos excéntricos que, en lugar de ver constantemente la televisión, suelen conversar animadamente entre ellos hasta la madrugada. Los días siguientes, cada vez que coinciden, la muchacha, con auténtica curiosidad y frescura, lo interroga sobre su profesión. Quiere saber si le gusta, si es feliz, si está convencido de lo que hace. Quiere saber también si es cierto algo que ha oído: que hubo un tiempo en que la función de los bomberos era apagar incendios y no provocarlos. Montag, que durante años ha cumplido su tarea sin vacilar, empieza a sentir remordimientos ante la firmeza y la pasión con que algunas personas defienden su biblioteca secreta, dispuestas incluso a inmolarse con ella. ¿Qué habrá
en esos libros? ¿Serán tan perjudiciales como le han enseñado? ¿O acaso contendrán mensajes y fórmulas que ayudarán a pensar en la sociedad y su destrucción, y encontrar la manera de repararla? Montag, sin saberlo, está dispuesto a conocer la verdad. Impresionado de niño por el incendio de la Biblioteca de Alejandría, de joven por la quema de libros que imponían los nazis y de adulto por los asfixiantes ejemplos de censura que practicaba el macartismo en su propio país, Bradbury había descubierto que la cultura es frágil, y el arte y el conocimiento pueden ser rápidamente dañados, si no borrados de un plumazo.
Más que predecir, quería llamar la atención sobre posibles futuros indeseables para impedir que ocurrieran. Como no había podido completar sus estudios por falta de dinero, se formó esencialmente por las noches leyendo libros en las bibliotecas públicas, y Fahrenheit 451, además de una novela potente e imperecedera que dibuja un mundo que comparte inquietantes similitudes con el nuestro, es también una carta de amor a los libros y a quienes los escriben.