Tras Jalna y El juego de la vida, llega la tercera entrega de la saga de los Whiteoak, la obra maestra de ese icono de la literatura canadiense del siglo XX que es Mazo de la Roche.
Una de las sagas familiares más queridas de la historia de la literatura. Un clásico que sigue conquistando a cada nueva generación de lectores. Traducida a cincuenta idiomas y con más de once millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
La querida Adeline se ha ido, pero su espectro sigue rondando por las habitaciones de Jalna y sus últimas palabras resuenan aún en los pasillos de la finca. Finch es muy consciente de ello: pronto cumplirá veintiún años y tendrá por fin acceso a la herencia de su abuela. El espinoso asunto y el recuerdo de la consternación de su familia ante la apertura del testamento lo persiguen por doquier. Sin embargo, en un intento de superar la crisis, sus tíos y hermanos le organizan una gran fiesta de aniversario, al final de la cual Finch sorprende a todos proponiendo a los más mayores un viaje a Inglaterra, la patria de los Whiteoak, la tierra donde todo comenzó y moran recuerdos e historias legendarias que hacen que esos lugares resulten entrañables incluso para los más jóvenes del clan.
Después de la travesía transatlántica, los Whiteoak disfrutarán de una breve estancia en Londres, donde Finch quedará deslumbrado por las nuevas perspectivas del viejo mundo. Pero será en casa de su tía Augusta, en la campiña de Devon, donde le espere la verdadera sorpresa: la prima Sarah —una huérfana criada por su tía, refinada y amante de la música—, por quien se sentirá inmediatamente atraído. Mientras tanto, en Canadá, el pequeño Wakefield descubre su inclinación poética y las relaciones entre Renny y Alayne dan un giro inesperado. Tanto que, a su regreso, Finch encontrará una familia muy cambiada…
«Celebrada por sus compatriotas Alice Munro y Margaret Atwood, Mazo de la Roche fue una pionera que revolucionó la novela canadiense».
José María Guelbenzu, Babelia
«Corran a redescubrir la maravillosa escritura de Mazo de la Roche, ilimitada y salvaje como los paisajes de su Canadá natal».
Andrea Marcolongo, La Stampa